DESDE donde estábamos hasta su casa, la distancia era muy corta. Mientras caminábamos, se me ocurrió preguntarle al dueño de esa vivienda si vivía allí con alguien. -Claro que sí. Con la Soledad. Si no la ves es porque a ella no le gusta asomarse, es bien vergonzosa. Y tan luego dijo eso, se echó a reír.
ESTÁBAMOS frente a una casa de campo. Construida sobre una loma y sabe Dios desde cuándo. Ya existía cuando él nació. De esto hace por lo menos unos ochenta años. Tampoco es la única casa que se alcanza a ver alrededor. Desperdigas, hay más.
Si no se hallan encima de otras pequeñas colinas, están abajo o en medio de alguna cañada. Cuando llueve –y acá llueve a cántaros- es bien difícil que el agua entre en ellas. Sus tejados, que se sostienen sobre gruesos troncos de hualtaco, son impenetrables.
ESE domingo salimos de Piura muy temprano. Lloviznaba y el sol tardaba en aparecer. Nos dirigíamos a la Bocana de Pichones (Las Lomas) que estaba de fiesta. Llegar hasta allá nos tomó como dos horas que ni se sintieron. Ver, después de mucho tiempo, los verdes campos del valle de San Lorenzo mientras íbamos camino a Las Lomas luego de dejar atrás la carretera del kilómetro 21 y Tambogrande, fue algo realmente agradable.
YA en la casa de quien nos dijo, mientras nos llevaba a conocerla, que allí él la habitaba con la Soledad, no mentía. Nos hizo sentar sobre un banco de piedra para contarnos que esa vivienda la habían heredado, él y sus hermanos, de sus padres. Y que la tal Soledad sí existía, aunque no era de carne y hueso. Pero igual. Él vivía acariciándola día y noche, y ella devolviéndole con generosidad esas caricias. Pues es ella quien llena los vacíos que la falta de compañía dejan y estrujan el alma.
NUESTRO amigo canta y cuando no hay quien lo acompañe con algún instrumento musical, lo hace a capela. Con tal de cantar. Y son estas tres canciones las que encabezan invariablemente su repertorio: “El vacío”, “Mala sombra” y “Mujeres divinas”. En la serenata de aquella fiesta patronal de la Bocana de Pichones, también cantó, y lo aplaudieron. Él se llama César Madrid Román. Esa tarde, y mientras conversábamos, de repente se puso a silbar como un chamán. Nos dijo que estaba convocando a los vientos para refrescar su casa.