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¿Cómo pudo un hombre tiranizado por la pobreza y la miseria escribir como lo hizo y mantener a flote una vocación literaria? Hay dos razones que lo convierten en un modelo: un talento cultivado a pesar del acecho del delirium tremens y una ardiente convicción, como lo quería Patricia Highsmith. 

Ya he escrito sobre esto antes, pero quiero contar la historia de nuevo. Sucedió, supongo, alrededor de 1981 o 1982, a las puertas del Bistrot, un bar en el centro histórico de Girona, España. Iba caminando hacia la universidad con mi compañero de clase Xavier Coromina cuando se detuvo a saludar a un chico que era un poco mayor que nosotros, parecía un vendedor ambulante hippie y tenía acento latinoamericano, mexicano o argentino o chileno (en ese entonces no podía distinguir uno del otro). Hablaron. En un momento dado Coromina le preguntó al chico cómo iban las cosas con la novela que estaba escribiendo. Puso cara de escepticismo y respondió: “Va, va, pero quién sabe hacia dónde va realmente”. Así fue, y la frase quedó grabada en mi mente, tal vez porque, aunque en secreto quería ser escritor, a mis diecinueve años todavía no había reunido el coraje para admitirlo, y me impresionó la naturalidad con la que aquel tipo —el primer novelista real o imaginario con el que me cruzaba en mi vida— hablaba de su proyectada novela. Por supuesto, estaba seguro de que nunca volvería a saber de él, de que nunca sería un novelista propiamente dicho o sólo sería uno de tantos novelistas latinoamericanos de su generación, frustrados por el desarraigo, la bohemia y la pobreza, pero siete u ocho años después, mientras escribía mi segunda novela en Estados Unidos, incluí una escena en la que un personaje le pregunta a otro cómo va su tesis doctoral, y el otro le responde: “Va, va, pero quién sabe hacia dónde va realmente”.
El tiempo pasa, y ya no son siete u ocho años, sino quince o dieciséis. Estamos en diciembre de 1997. Vivo en Barcelona, ​​pero me he ido a Girona a escribir un artículo para El País sobre una exposición de un amigo de la infancia, David Sanmiguel. Al mismo tiempo que la inauguración, en la Llibreria 22 —justo enfrente de la pinacoteca— Ponç Puigdevall presenta un de Roberto Bolaño. A estas alturas, Bolaño ha publicado en rápida sucesión "Literatura nazi en América" y "Estrella distante", y su nombre empieza a resonar en ciertos círculos literarios. Pero yo, que estoy totalmente fuera de esos círculos a pesar de haber publicado tres novelas, todavía no lo he leído, y sólo he oído hablar de él por Enrique Vila-Matas, que es amigo común. Antes de la inauguración, tomo un café con Bolaño y Puigdevall. Bolaño me cuenta que vive en Blanes, que sólo escribe, que se gana la vida —“muy modestamente”, subraya— con la literatura. De repente, mientras lo escucho hablar, tengo una corazonada. Le pregunto a Bolaño si vivía en Girona a principios de los ochenta; me dice que sí. Le pregunto si conocía a Xavier Coromina; me dice que sí. Entonces le cuento nuestro encuentro fugaz a la salida del Bistrot y, ya dentro de la Llibreria 22, le muestro el pasaje de mi segunda novela en el que un personaje dice que va a hacer su tesis, pero quién sabe hacia dónde va realmente. Bolaño se ríe; yo también me río.
Esa velada termina a las cinco de la mañana, después de pasarme la noche gritando “ ¡Viva Bolaño! ”, como si quisiera gritar a los cuatro vientos que, contra todo pronóstico, el buhonero hippie que conocí a los diecinueve años no se había dejado vencer, sino que se había convertido en un verdadero escritor. Unos días después llega a mi casa un ejemplar de "Estrella distante"; Bolaño lo había enviado. En una de las páginas en blanco antes de la portada había escrito unas palabras excesivamente generosas sobre mi segunda novela; terminaban con: “¡Viva Cercas!”.

AL PUEBLO donde llegué a vivir saliendo de mi primera infancia era, en ese entonces -o me lo parecía que lo era- un pueblo triste, aunque de gentes alegres. Le faltaba de todo: agua y luz, por ejemplo. Cuando caía la noche, en casa nos alumbramos con una Petromax que se apagaba al acostarnos. Sólo permanecían encendidas, en cada habitación, unas pequeñas lámparas a kerosene. Las llamadas de mesa. De mecha y tubo de cristal.
FUE aquí, en este pueblo, donde aprendí a leer. Las primeras letras me las enseñaron en otro lugar que hoy ya no existe y en donde se quedó para siempre parte de esa primera infancia. Y fue aquí, también en este pueblo, donde comenzaron mis primeras lecturas. Con comics como los de Tarzán, El Llanero Solitario, Roy Rogers, Batman, Gene Autry y El Zorro. 
SE las compraba a Juan, aunque quien pagaba era Federico, mi padre. Juan no era del pueblo. Llegó por acá de canillita. Vendiendo primero sólo los diarios de Piura. Después aparecería con más cosas o con otras publicaciones. Montando ya una bicicleta. Con ella rodaba por todo el pueblo. Y en ese recorrido iba dejándole, a sus clientes fijos, el periódico que éstos acostumbraban pedirle. Si no era “El Tiempo”, era “La Industria”.
SE detenía, parando en seco, cuando alguien, levantándole la mano, quería que lo hiciera. Él ya sabía para qué. De una caja de madera, atada a la parrilla de la parte posterior de su bicicleta, comenzaba, como hace un mago cuando de un sombrero saca un conejo, a mostrar su otra mercancía. A los varones de este pueblo los puso a leer novelas del viejo oeste y, a ellas, a soñar despiertas con las historias de amor de la Corín Tellado. 
AÑOS después, viviendo ya en Piura, me acordaba de Juan cada vez que me acercaba a cualquier librería, de las que había entonces en la avenida Grau, para seguir comprando esos mismos comics que él vendía. Aunque cuando él comenzó a hacerlo, la historieta, en aquel pueblo que menciono al comienzo, ya era un entretenimiento que desvivía a los muchachos de allí como a sus contemporáneos de otras partes. Las alquilaban, incluso. Colgándolas, para mostrarlas, con prendedores de ropa en sogas de tender. Los chicos, concentrándose en ellas, las leían sentados hasta en el suelo.
CIERTA vez, preguntando por Juan, alguien me contó que lo último que supo de él fue que envejeció trabajando como auxiliar de un colegio en este mismo pueblo después de tirar los guantes como canillita. Imagino que Juan ya tampoco estaba para eso. (Piura, 11/10/2020).

Ellunes 7 de octubre Sullana estuvo de fiesta con el homenaje al maestro Marco Martos Carrera .
Una verdadera fiesta de la palabra.
Gracias a todos los que participaron: Crisanto Crisanto Pérez Esain , Manolo Abad , Máximo Coronado, Marco Gerardo Martos Carrera , Julio Ruiz Zapata , Ana Isabel Seminario Gonzales .
Gracias, alcalde Marlem Mogollón Meca por apostar por la cultura de Sullana.

¿Es "Trilce" producto exclusivo del genio creativo de Vallejo que lo llevó a inventar una vanguardia personal o, por el contrario, el resultado de una convergencia provechosa entre su talento poético y los postulados de la vanguardia dadaísta? Un libro de Carlos Fernández López propone una respuesta bien fundamentada y le da un giro de 360 grados a ciertos mitos relacionados con la poesía de César Vallejo.

Doña Eulalia Torres Coloma fue una figura emblemática en Sullana, Perú, reconocida por su picantería "Doña Eulalia" y su aporte a las culturas y tradiciones locales. Nacida el 8 de abril de 1910, fue hija de María Coloma Olivares y Emilio Torres Ángulo, y su abuela se llamaba Hilaria Olivares de Coloma. 

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