Por Gabriel García Márquez


Los lectores de novelas policíacas -que somos muchos en el mundo- sabemos que el placer del enigma no es saber quién es el asesino, sino navegar por el archipiélago de las pistas y los despistes hasta descubrirlo en el momento justo en que lo previó el autor. La explicación no es tan tonta como parece y tiene mucho que ver con la ética de la lectura.
Saltar páginas para descifrar el final antes de tiempo es una debilidad moral que la propia conciencia se apresura a castigar. El cine policíaco parece estar un paso adelante: el espectador prefiere que lo hagan cómplice desde el principio y no que lo sorprendan en el minuto final con la revelación del misterio. Es decir: más que encontrar el muerto y a quien lo mató, lo que el espectador agradece es que lo lleven de la mano por los laberintos de la trama para participar en el descubrimiento del secreto.
Pues bien: la primera versión inédita de Crónica de una muerte anunciada pertenecía a esta última estirpe, de modo que la muerte del protagonista se mantenía en la duda hasta el final. Pues era el reportaje crudo y simple del asesinato de un amigo muy querido de mi infancia, cometido en 1951, cuando yo hacía mis primeros pinitos de periodista en El Heraldo de Barranquilla. Mi madre me suplicó entonces que no lo publicara por consideración con la familia de la víctima. Pero veintisiete años después -cuando por fin decidí publicarlo como libro- muchos de los protagonistas mayores ya habían muerto y las nuevas generaciones no tenían noticias del drama. Fue entonces cuando decidí -no sé por qué- que la muerte se revelara en el primer capítulo para que el lector quedara atrapado en la intriga y siguiera leyendo tranquilo página por página, y ojalá línea por línea, no para saber si lo mataron sino cómo lo mataron.
El añadido fue de sólo tres palabras al final del primer capítulo: Ya lo mataron. Sin embargo, ellas solas me cambiaron la perspectiva total del libro que ya creía terminado, y tuve que reescribirlo en su forma definitiva, no como reportaje sino como una novela compacta en primera persona, pero que ya no era vivida sino recordada por un cronista sin nombre que había sido testigo presencial y además había hecho la investigación del crimen al cabo de veintisiete años de olvido.
Fue una de esas inspiraciones inexplicables que suelen ser providenciales en la vida de un escritor. El cambio de género, por supuesto, me obligó a cambiar la estructura lineal y el realismo inmediato y apremiante del reportaje. Me reveló el problema de la responsabilidad colectiva y la moral interna de un drama tremendo que había ocurrido entre adolescentes cuya perplejidad -tal vez- no fue entendida nunca por sus mayores. Comprendí, en fin, que yo mismo ya no era el mismo después de tantos años corridos por debajo de los puentes. ¿Hice bien? Estoy convencido de que sí: la primera versión, como ya estaba escrita, habría sido un desastre sin la química de la nostalgia y los desafueros de la poesía.

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