El cerebro usa las mismas redes y zonas neuronales para desarrollar las matrices del dolor y el placer. La vida humana está signada por ambos sentimientos, sin embargo, dice Ribeyro, el cerebro es selectivo, pues memoriza solo las sensaciones de ambos. Si fuera al revés, nuestras vidas serían una suma de repeticiones y torturas.
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Nuestra relación con el dolor físico es natural, pero cuando este se vuelve reiterativo, se convierte en un problema existencial, por llamarlo de alguna manera. Ahora, hay dolores y dolores, pues no todos tienen la misma intensidad. Hay unos que son insoportables y cuestionan de raíz lo que somos, mientras que otros son tolerables y dejan intacta nuestra condición humana.
Para compensar al dolor existe, felizmente, el placer, que consiste en aquello que agrada o da gusto. Los hay de todo tipo y a veces se convierten en el gran objeto de nuestros deseos. La vida sería insoportable si faltase este último. El dolor, en cambio, es una “sensación molesta y aflictiva de una parte del cuerpo por causa interior o exterior”. Uno y otro son distintos, pero no incompatibles. Ambos forman parte de la condición humana.
Michel de Montaigne decía que el dolor era inseparable del placer y uno no podía existir sin el otro. “Quien arrancase del hombre el conocimiento del dolor, extirparía al mismo tiempo el conocimiento del placer y reduciría el hombre a la nada”, escribió. ¿Cómo sería ciertamente una vida en la que solo hubiera dolor o solo placer? Con toda seguridad, aburrida.
Pero el dolor y el placer son efímeros y sus recuerdos quedan en la memoria, pero no sus sensaciones. “Podemos memorizar muchas cosas, imágenes, melodías, nociones, argumentaciones o poemas, pero hay dos cosas que no podemos memorizar: el dolor y el placer. Podemos a lo más tener el recuerdo de esas sensaciones, pero no las sensaciones del recuerdo. Si nos fuera posible revivir el placer que nos procuró una mujer o el dolor que nos causó una enfermedad, nuestra vida se volvería imposible. En el primer caso se convertiría en una repetición, en el segundo en una tortura. Como somos imperfectos, nuestra memoria es imperfecta y sólo restituye aquello que no puede destruirnos.”, dice Julio Ramón Ribeyro.
En una novela de Haruki Murakami, un narrador afirma que los seres humanos no se vinculan solo a través de la armonía, sino, sobre todo, a través del dolor con el dolor, las heridas con las heridas y las debilidades con las debilidades, y que la verdadera armonía de la vida reside en la aceptación de esa doble naturaleza. No existe, por eso, silencio sin un grito desgarrador o el bienestar sin vivir antes un sentimiento de pérdida.
En mi caso, el dolor suele empezar como una punzadita de alfiler que crece y crece y solo cede ―en parte― a pinchazos cargados de Diclofenaco y Metamizol Sódico, complementado con dosis posteriores de Dolo Trineural. Yo sé que la muerte es un poder contra el que nada se puede, pero si me fuera dado elegirla, me gustaría que fuera súbita y sin ese dolor de ciática que ni el Diclofenaco, Metamizol Sódico, el Dolo Trineural pueden quitarme.
Las punzadas que a veces me provocan la inflamación de la ciática no tienen nada de abúlicas. Mi vida ha estado signada, como la mayoría de la gente, por el dolor, el físico y el moral y, en menor proporción por el placer, aunque ahora dudo de esa desigualdad entre estas sensaciones que, de hecho, no son contrarias en sí mismas, sino concurrentes. La ciencia ha descubierto que el dolor y el placer tiene el mismo origen. Los sádicos y los masoquistas hablan de un dolor benigno y un dolor maligno. El primero sería el de más bienestar, el agradable; y el segundo, el destructivo,
No es que huyamos del dolor y vayamos siempre al encuentro del placer; puede ser el revés. Hay gente que gusta tatuarse la piel o amar con violencia de por medio. El dolor provoca que el sistema nervioso central libere endorfinas, que son las proteínas que bloquean las fuentes del sufrimiento; sin embargo, esas mismas endorfinas producen euforia, esa sensación exagerada de bienestar que también la dan algunas drogas.
El placer y dolor son inseparables del hombre. Para un escritor esto está más o menos claro. Por un lado, tiene al proceso mismo de la creación, que es sumamente doloroso, en tanto exige escribir hasta vaciar al ser, hasta extralimitar los esfuerzos creativos; y por otro lado, tiene al proceso de corrección que es, según el testimonio de la mayoría de escritores, placentero y hedonista. Ahora sabemos que el dolor y la euforia son parte de un mismo funcionamiento neuronal. “El dolor que nos hace sufrir/ es el mismo que no devuelve la fe de la vida”, dice un poeta.
Lo más sorprendente es lo que hace nuestro cerebro: usa la matriz del dolor para ayudarnos a desarrollar la empatía, es decir, a conectar con otros seres humanos. En pocas palabras, utilizamos las mismas redes neuronales o las mismas zonas del cerebro para sentir el dolor propio y el ajeno. Esto explicaría por qué lloramos o reímos en una película. El cerebro no diferencia quién sufre, si nosotros o los que están sufriendo de verdad. Experimentamos el dolor o el éxtasis de los demás como si fuesen nuestros.