El periodista de investigación Miguel Ramírez analiza el retorno a la bicameralidad y los peligros que podría traer.
El retorno a la bicameralidad, es decir el regreso del Senado, aprobado la semana pasada en el Congreso, es un insulto al país, al hombre de a pie que se rompe el lomo todos los días trabajando por un exiguo sueldo y está decepcionado de los políticos.
Produce ira en la gente porque este Parlamento está desprestigiado —al igual que los que han pasado en las últimas décadas— y a partir del 2026 tendremos sesenta congresistas más, ganando jugosos sueldos y elevando la burocracia congresal hasta la estratósfera.
En la actualidad, los 130 legisladores tienen alrededor de 3500 empleados. Saque su calculadora para saber cuántos otros se necesitarán con sesenta padres de la patria más.
Nadie duda de que la bicameralidad es una opción importante —pues permite el balance en las leyes que serán debatidas en la Cámara de Diputados y luego en la del Senado—, pero no hay que ser brujo para vaticinar que será un fracaso. Lo que es peor, la reforma constitucional que crea el Senado es un mamarracho, según han afirmado reputados constitucionalistas.
“El texto aprobado es un desastre, revela desconocimiento y poca prolijidad, además de tener contradicciones clamorosas”, escribió en El Comercio el respetado jurista Natale Amprimo.
Entre otras cosas, Amprimo descubrió incoherencias monumentales. Por ejemplo, la referida a los 45 años de edad que se requiere para ser senador. La norma aprobada crea una excepción: si has sido congresista, no necesitas llegar a esa edad. Es decir, esa supuesta “experiencia congresal” los pone por encima de un gran profesional con muchos años de experiencia, pero que no tiene 45 años.
También habilita a los actuales parlamentarios, que por ley ya no pueden ser reelegidos, a postular como senadores y seguir disfrutando de la buena vida y sus jugosos sueldos.
Otro punto importante son los superpoderes que tendrá el Senado para aprobar, modificar o mandar al archivo las leyes que se planteen y aprueben en Diputados. Las decisiones de los senadores serán inapelables, la última y santa palabra, sin derecho a réplica.
“¿De qué sirve que la iniciativa legislativa se inicie en Diputados si lo que esta cámara aprueba puede ser totalmente modificado, o incluso archivado, sin siquiera darle una posibilidad de decir algo? ¿Dónde está la “cámara de reflexión” para aquello que aprueba el Senado y que puede diferir diametralmente de todo lo que le llegó de Diputados?”, se pregunta, con acierto, Amprimo.
Los barones de la minería ilegal, el contrabando y hasta el narcotráfico ya apuntan hacia los senadores para conseguir o derogar leyes que los beneficien, pues nadie los podrá fiscalizar. Buena parte de los actuales congresistas —no todos, por supuesto— ¡son una vergüenza!