Hace poco oí decir a un amigo que escribía por rabia. Que sólo la rabia, el odio, el rencor, lo movían a hacer literatura. A crear obras para que otros lean. Y entonces me dije: ¿Por rabia, por odio, por celos, por envidia, por rencor, por resentimientos, sólo con estas pasiones podría yo escribir? ¿También a mí me impulsa el odio, sólo la rabia para escribir?
No. De ninguna manera.
Primero escribo por amor a la vida. Vivir me gusta. Gozar, escribiendo, me gusta. Escribir por amor, a la naturaleza, a las cosas, a los seres vivos; porque amé a una mujer o a muchas mujeres, escribir me gusta. Primero el gusto de escribir porque me gusta escribir. Amo escribir.
Luego escribo por un inconsciente, por un natural sentido de justicia en este mundo donde reina lo injusto, el atropello, el odio irracional, la prepotencia, la canallada; escribo con la intención de desenmascarar cosas, de desentrañar intrigas, tratando de retratar lo ruin, lo hediondo, las bajas pasiones, los sueños, las esperanzas, los rencores, mis frustraciones y las ilusiones de otros. Porque quiero que mi literatura sea como un espejo de los hombres donde nos veamos por dentro y por fuera; como niños y como viejos.
Escribo porque hay un Perú, que es una gran nación hecha de muchas naciones de la selva, sierra y de la costa, con una complicada historia, hecha día a día, minuto a minuto, de la que hay que hablar, tratando de explicármela, reflexionando, maldiciendo, amando, renegando, esperanzado, admirado, sorprendido, ilusionado, riendo o llorando en mis adentros, por lo que aquí ocurre. Con más pesadillas que con ilusiones logradas. Con más derrotas que con victorias. Con tanta herida y con tanta sangre, como agua de ríos. Porque la gente por todo lado se mata.
Escribo porque me gusta recordar mi niñez. Porque ahí tuve una abuela Ruperta, que sin saber leer ni escribir, acariciándome, me contaba en su regazo cuentos que entonces me parecían las cosas más bellas del mundo. Que me impresionaron tanto como después me emocionarían los cuentos de las Mil y Una Noches, los cuentos de Perroul, Hans Christian Andersen, Chejov, Maupassan, Hemingway, Rulfo. Cuentos en donde, en boca de la abuela, hablaban las serpientes, los zorros, imitando los cantos y expresiones que hablaban los pájaros: "¡Qué frío! ¡Qué frío, mañana hago me poncho!", el pájaro Plaquío; "¿Por qué te fuiste? ¿Por qué te fuiste?", o "Luisita habla clarito, Luisita habla clarito", o "¿quién te avisó? ¿Quién te avisó?", el pájaro Luisita; de cuya boca conocí al chununo, el duende, que fue mi primer enemigo porque desde entonces se me aparecía por todo lado, aterrándome, con sus tres ojitos, con sus diablura, picardías y crueldades, hasta que lo hice mi amigo, aunque sabía que su presencia asustaba a los hombres más valientes; y de mil historias más en la vida del campo por lo que hasta hoy creo que mi abuela fue la mujer más sabia y buena que he conocido.
Y escribo porque en esa niñez, jugando, Agustín, el ayo que cuidaba a mis hermanos y a mí, nos hizo creer que del cielo llovían monedas y pelotas de tenis que él bajaba de los altos techos encalaminados; y porque en esos días tuve un perro que se llamaba Junio, al que le metieron los soldados del cuartel media docena de balazos, pero que no lo mataron porque mi padre le extrajo los plomos, y aún así, siguió siendo el perro más fiel de mis hermanos y mío, pues él, Junio, daba su vida porque nadie nos molestara; pero que tuvimos que dejarlo el día, aquel maldito día que viajamos a Lima y supe después que al verse solo el perro enloqueció sin nuestro cariño de niños y se dejaba morder en la pelea de perros a los que antes él derrotaba, hasta que -para que no siga aullando de pena, buscándonos por los algarrobos donde jugábamos, y no siga más aullando y gimiendo por los desiertos, y no sigan más buscándonos, llorando, aullando por el chiquero de la madrina Obdulia Alburquerque-, tuvieron que “sacrificarlo”, envenenándolo. Escribo porque, como una pesadilla, todavía me siguen los ojos de Junio, su cariño, su lealtad y fraternidad de animal que no pude proteger porque yo era un niño. Y porque sentí, con esa su muerte horrible, complejos de culpa. Y me sentí un traidor, un desgraciado que no supo hablar e imponerse para que él también viajara con nosotros y así no fuera asesinado.
Escribo porque tuve una profesora cruel, a quien como a nadie le tuve un pánico horrible porque su vida era sólo castigarnos sin razón, y se llamaba Chipoca; escribo porque ella nos agarraba siempre a correazo limpio a los niños de transición aún sabiendo la lección; escribo porque con ella olvidé lo que ya sabía: leer y escribir, y porque por ella repetí año y tuve que aprender todo de nuevo; escribo porque alguna vez me acusaron mis condiscípulos del primer grado de haber estado en el kiosko de la esquina leyendo al Conejo de la Suerte ante esa profesora cruel, para que me castigara y porque ella en vez de azotarme les dijo: que estaba bien, porque así se aprendía mejor; escribo porque tuve, tengo, un amigo que se llama Manuel Barzola, hijo de un hombre alcohólico, quien era el niño más feliz de la clase de primaria, porque contaba chiste, hacía chistes y todos reíamos; escribo porque Manuel también lloraba y me daba pena cuando lo veía así, con su pantalón orinado y sus ojos rojos, en lágrimas, porque la profesora pocas veces lo dejaba ir al baño, y yo tenía que entonces buscar consolarlo y decirle que yo iba a ir a su casa, a traerle pantalón limpio y que no llore más.
Escribo porque la profesora de primaria que más quise se llamaba Rosa Fernández de Paredes; hasta que me acusaron de ladrón de una revistas de "Avanzada", y ella me empezó a tratar desde entonces muy mal, porque dudó de mí, sospechando, injustamente porque nunca robé y tampoco lo hubiese hecho así me gustaran tanto esas revistas; escribo porque esa profesora un día murió cuando su avión cayó en la selva, y porque nunca le perdí el cariño. Y porque sospechaba, secretamente, que ella tampoco nunca a mí me dejó de amar.
Escribo porque viví en un barrio muy pobre, con gente muy linda, así fuesen lo que fuesen; porque en ese barrio, crecí, me agarraron a golpes, casi siempre a traición, y porque después también aprendí a defenderme; escribo porque mis grandes amigos de ese barrio se llaman Pingüino, Anatolio, Mosquito, Silverio, Irene, Perico, Darío (quien hoy está muriendo por un derrame cerebral en un hospital); escribo porque mis propios amigos me estafaron cuando les presté dinero, Darío: uno de ellos; escribo porque de 13 balazos, unas manos criminales, mataron a Wagner, futbolista, volante como yo en el mismo equipo, y porque lo enterraron con la chompa número 5, que era mi número.
Escribo porque en ese barrio me enamoré de muy lindas chicas con las que me hubiese gustado tener hijos; chicas que después se casaron, quedándome yo solo, mirándolas con pena desde una oscura esquina; escribo porque nunca tuve dinero para casarme con una; escribo porque sin embargo hubo una mujer, ahí, que me amó mucho y cuyo nombre semejaba a una flor, y que llegó a ser varios años la reina más bella en los certámenes de belleza, pero a quien una vez la violaron cinco o seis hombres, dejándola desnuda y casi enloquecida en una playa; escribo porque esta chica, que me parecía ser la muchacha más linda de la tierra, una vez y otra vez, me mandaba a llamar y hasta me lo dijo personalmente, que se sentía mal y que fuera a visitarla a la clínica de reposo mental pero que nunca fui porque yo nunca tenía dinero para los pasajes y porque me daba miedo salir de mi barrio; escribo porque hasta hoy la busco en mis sueños tratando de pedirle perdón porque nunca fui a visitarla cuando más me necesitaba. Un perdón que nunca he de tener de su boca dulce, muy dulce todavía.
Escribo porque no puedo olvidar a todos mis amigos que murieron: "Huesito Huamaní", con quien hacíamos carreras de cerdos y reíamos porque nos gustaba reír, hacer cebiches, subir murió, a los 17 años, de meningitis; de mi comadre Toña que murió de una infección pulmonar; escribo porque tuve dos amigos Alfredo Madrid y Pedro Jorrat, en la Universidad, quienes me enseñaron amar más a las mujeres, a la literatura y a la vida, como nadie; escribo porque Alfredo murió de un paro cardiaco y porque nunca pude creer que Pedro Jorrat se suicidara -dicen que se envenenó con una sobre dosis de cocaína-, dejándome derrotado, triste, y en la en la soledad más espantosa; escribo porque en esa universidad hubo una chica también muy linda que se enamoró de mí, que se llamaba, Silvana, y que me cantaba canciones, pero que un día desapareció y meses después a boca de jarro me dijeron que había muerto con una infección al hígado; escribo porque acabo de encontrarme con un ex compañero de escuela quien me acaba de decir que "Queso Fresco", mi buen amigo que se trompeaba con profesores y se atrevía a espantar al cura, se acaba de meter un balazo en la cabeza.
Escribo porque detesto la política sucia de este país; porque aquí ocurrió el caso Ucchuraqay, y porque nunca fue esclarecido quiénes fueron los asesinos de esos periodistas; escribo porque nunca estaré de acuerdo con tantas masacres, con tantos derramamientos de sangre en una comunidad lejana o cercana o en una prisión; escribo porque es indignante saber que vivo en un país y en una capital donde me cruzo con niños asaltantes, tuberculosos, niños que he visto haciendo el amor con viejas prostitutas, niños alcoholizados, que pasan por mis narices inhalando terocal para transportarse a cielos y paraísos que jamás podrían tentar aquí en la tierra mientras no haya justicia económica y un poco de respeto y amor; escribo por la impotencia de saber que estos muchachitos a diario mueren o los hallan muertos o asesinados por el hambre, el frío, las droga, el alcohol y por la fría aparente indiferencia del gobierno.
Escribo porque me gusta hasta el tuétano la música del Ciego Feliciano, como me place la guitarra de Joaquín Rodrigo con su Concierto de Aranjuez; y porque la música de Milladoiro me transporta a las más altas y sublimes esferas, como la de Vivaldi, Bach o ese "Claro de luna" de Bethoven que me hace sentir que no es imposible levitar sobre una alfombra de flores y volar; escribo porque luego que oigo la guitarra de García Zárate quedo como fulminado y casi llameante por la dicha; porque igual me pasa con los Beatles, Chubby Checker o Bill Halley y sus Cometas. O con The mama and the papa, cuando cantan "Jerry", y quedo al borde de una taquicardia por la alegría.
Escribo porque me siento a veces montaña o pájaro y me encanta, a veces, dormir sobre una nube, ¿por qué no?; porque sé que estoy loco cuando descubro que a mí no me inspiran las depresiones, ni la droga ni el cigarro; escribo porque sé que soy parte de las rocas y de las nubes de este planeta y porque sé que el Océano Pacífico y el Océano Atlántico caben en mi corazón, hoy, cuando estoy enamorado. Y escribo porque pese a que la amé tanto, sin importarle mis delirios, ella me mandó al diablo.
Escribo porque amé a una mujer desesperadamente y porque ella desesperadamente se casó con otro.
Escribo porque sólo vivo y justifico mi vida sólo enamorándome. Y porque estoy enamorado de una mujer muy hermosa (pequeña como una flor, la llamo Anansé y oculta en su alma una planeta alado, toda miel y ternuras fosforescentes).
Escribo porque sé que la vida es mágica. Y porque vivir es mágico. Y porque la vida salta, real e irreal, a cada rato, en chispas de magia y fantasía. Y porque me maravilla hacer con la vida, juguetes, inventar rompecabezas y castillos con de palabras, es decir: ingeniar cuentos y poemas, juguetes ácidos o dulces, como hacer caramelos para obsequiar a los amigos. Por eso amo la vida como la magia y me maravilla vivirla.
Aquella magia que me deslumbró para siempre cuando la tía Eyda me demostró que de una humilde pepita de naranja podría brotar un arbolillo con hojas, y que yo después como iluminado por un rayo, hechizo, sorprendido y todavía incrédulo pude sostener --aquella semilla temblando entre mis manos-- cuando le brotaban efectivamente vivas hojitas y ramas como nacidas de un rayo verde del sol, de ese sol que iluminaba mis dos o tres años.
Hoy, por eso, si hubiese alguien que me dijera que él puede palpar la maravilla de un arco iris, y escalarlo; le creo. Porque yo ya lo he hecho.
Y si alguien me dijese que sobre ese arco iris hay un paraíso; le creo. Porque yo ya estuve ahí. Y fui feliz. Porque esa es también la función de la literatura. Darnos la ilusión y la fe en la realización de un sueño imposible. Porque la magia de la buena literatura radica en ese don supremo, milagroso, de poder concretar lo imposible.
Escribo porque me aterra y me apena saber que en el mundo aún existen las guerras y la posibilidad de muchas guerras, en cualquier lugar, en cualquier país, en cualquier momento... Aquí o en los Estados Unidos; como fue aquel 11 de setiembre, como fue en Yugoslavia, como ha sido en Iraq, donde la vida de tantos niños, ancianos, hombres y mujeres jóvenes, no importó un comino; escribo porque da lástima saber que cuando en una guerra así los hombres se matan, uno piensa que en verdad pareciera que el hombre jamás dejó de ser la fiera de la época de las cavernas, sin más valor que un león herido y acorralado o con el mismo valor del perro que muere de rabia.
¿No era el mundo occidental el lugar más civilizado del planeta?
Escribo porque muchas veces pienso que lo que nos falta es dar más amor y aprender a amar. Amar con desprendimientos, amar sin pensar en recompensas. Amar pensando en que si escribimos pues que sirva la literatura para que los hombres y mujeres y los niños también se muevan a amar, para que no existan más guerras, ni las hipocresías ni la vanidades, ni la soberbia o la ambición por la fama, la estúpida tontera de codiciar un prestigio o un puñado de monedas asquerosas -sé que todo este deseo mío es una utopía-; y escribo para que el mundo se atreva a amar, amar con locura; a amar los poetas, a amar los críticos, amar el carnicero, amar el vendedor de periódicos y todo ser humano en la tierra, hasta que todos escriban y hagan más poemas, más cuentos -para niños y para todos-; y así la vida se nos haga más placentera y vivir nos resulte como hacer el amor, disfrutar de una naranja pura miel o del placer espiritual de leer el poema más bello.
Escribo porque, después de todo, creo que los hombres y mujeres algún día podremos ser más justos y más buenos.