¿Cuál es el lugar del escritor en el mundo?, se pregunta Abelardo Castillo en su magnífico libro "Ser escritor". Y luego responde: «Un hombre que establece su lugar en la utopía». La respuesta no es, desde luego, alentadora, aunque sí realista.


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Cuando Abelardo Castillo dice que el escritor busca su lugar en la utopía, lo que está diciendo es que este se ha quedado prácticamente sin piso en un mundo pragmático y estimulado por el consumo. Por esta razón, su labor se ha convertido en una aspiración, en un ideal, en una búsqueda del absoluto: que la literatura es fundamental para enriquecer el espíritu humano, pero no para cambiar el mundo.
En términos prácticos, efectivamente la literatura no sirve para cambiar o mejorarlo. José Saramago lo dijo de manera más directa: «Si bien es cierto que la literatura no ha servido para cambiar el curso de nuestra historia, y en ese sentido no abrigo ninguna esperanza con respecto a ella, a mí sí me ha servido para querer más a mis perros, para ser mejor vecino, para cuidar las matas, para no arrojar basura a la calle, para querer más a mi mujer y a mis amigos, para ser menos cruel y envidioso, para comprender mejor esa cosa tan rara que somos los humanos».
La causa por la que la literatura ha perdido importancia social es la misma que explica por qué se ha entronizado la banalidad en el quehacer humano: la falta de sentido. Falta de sentido quiere decir que las ideologías, las religiones, las ciencias y las artes en general son incapaces de dar respuestas convincentes a las mayorías, las cuales buscan a qué asirse cada vez que el mundo parece ir a la deriva.
El resultado de esta pérdida de sentido ha traído consigo la ausencia de ideales por los cuales dar la vida, el fracaso de las ideologías que buscan un mundo más justo y la desvalorización de las utopías como impulsoras del cambio. En este mismo torrente se ha visto arrastrada la literatura, que ha trocado su antigua ambición de enriquecer a los lectores por una más simple y rentable: entretenerlos, nada más que entretenerlos.
La desubicación de la literatura en la sociedad actual ha propiciado la intromisión del mercado en el gusto de los lectores con consecuencias catastróficas: encumbramiento de un tipo de libro cuyo mayor virtud es ser superficial; elaboración de listas periódicas con los libros más vendidos de la semana, el mes o el año; pauperización creciente de un lector desconcertado que cede rápidamente a la persuasión de la publicidad.
Aldous Huxley escribió que hay libros que venden millones de copias y son incapaces de llegar al corazón de los lectores; y otros que siendo impopulares (desconocidos) tiene la virtud de influir sobre la mente y los sentimientos de ellos, al extremo de modificar el rumbo de su existencia.
Un ejemplo de lo primero sería "El alquimista" de Paulo Coelho. «¿Y por qué, siendo un escritor tan rudimentario en el uso del lenguaje, tan pobre en el pensamiento y tan elemental en sus recursos estilísticos, consigue tocar la sensibilidad de tanta gente?», se pregunta Héctor Abad Faciolince en su ensayo Por qué es tan malo Paulo Coelho. Según este escritor, él éxito del ‘místico’ brasileño se debe a varios factores: la incultura y mal gusto de las masas, la utilización del disfraz del misterio y asombro por puras tonterías, la hábil explotación de la debilidad del hombre por los conocimientos sobrenaturales, el desarrollo elemental de la trama como si se tratase de un cuento infantil y el uso de la cursilería.
Un ejemplo del segundo grupo sería "El libro del desasosiego" de Fernando Pessoa, a todas luces impopular y que requiere de un lector más preparado y dispuesto a sumergirse en las aguas tenebrosas del pensamiento y las emociones. Este libro no aparece ni aparecerá jamás en el ranking de los más vendidos. Y, no obstante, ha sido capaz de influir positivamente en los pocos miles de lectores que acceden a la lectura de sus páginas. 
Pero, cuidado. Las ventas exitosas no quieren decir necesariamente que un libro sea malo, puesto que algunos lo son y no venden nada. Por otro lado, hay unos pocos que son extraordinarios y venden como pan caliente: "Cien años de soledad" de Gabriel García o los tres tomos de la saga "Millenium" de Stieg Larsson. 
Otra forma de mirar esto es desde los conceptos superficial y profundo. Según el diccionario de la RAE, superficial en sus diversas acepciones vendría a ser todo lo que se queda en la superficie, lo que no tiene solidez o sustancia, lo frívolo, lo aparente, lo que no tiene fundamento. En cambio, una de las acepciones de profundo se refiere a lo vasto, lo que penetra o ahonda mucho, lo que procura el entendimiento íntimo.
Superficial en los actos de la vida corriente sería, por ejemplo, asistir a un estadio de fútbol, y profundo a un concierto de música clásica. En la pintura, los entendidos llaman superficial a lo que se queda en la mera descripción o lo lúdico, y profundo a lo que toca las fibras del sentimiento. El escritor Milan Kundera cree que esta distinción es insuficiente y define de otra manera lo profundo: lo que atañe a lo esencial.
Lo cierto es que la realidad nos demuestra siempre que no existen ideas o cosas en estado puro. Una novela que pretenda ser eminentemente profunda terminará siendo aburrida. Y una que procure solo el entretenimiento, acabará sepultada bajo el calificativo de vacía. En las grandes historias como "El Quijote de la Mancha" o "Madame Bovary" hay algo de superficial en el mundo de sus personajes, solo que en dosis necesarias. ¿No es acaso un acto de frivolidad tener que servir a una señora como Dulcinea del Toboso? ¿O que la heroína Emma Bovary siga sus instintos básicos para no morirse de aburrimiento en la casa burguesa donde vive? 
Todo tenemos algo de frívolos y trascendentes. Lo difícil es lograr el equilibrio.

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