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Lun, Sep

Eperándote

Eperándote

Sociedad
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FUE una invasión pacífica y nocturna y sin testigos.

Esa noche sólo las mujeres y los niños conciliaron el sueño, los varones no. Y cuando las primeras luces del amanecer despuntaban, ellos seguían allí, alertas y vigilantes, unos en cunclillas y otros de pie, y todos sin quitarle la mirada a la pista. Se hallaban a un costado de ella y, desde donde estaban, empezaban a ver asomando a lo lejos los edificios más altos de Piura. Cualquier intentona de desalojo vendría también desde esa dirección.
LO que habían invadido sin enfrentarse con nadie, más que con las sombras de la noche y las lechuzas, era un pedazo de arenal que se lo estaban arrebatando en esos momentos al desierto. La necesidad de establecerse en algún lugar donde vivir y morir fue la cuerda que templaron para empujarse y lanzarse a esa aventura. Eran como cien familias que creyeron haber encontrado por fin la tierra prometida.
ESA misma noche de la invasión éstas improvisaron con palos, ramas, pedazos de madera y trapos, pequeños ranchitos donde cobijarse y guarecerse del frío. El de los descampados es atroz. Días después, cuando hasta entonces no pasaba casi nada, de pronto recibieron la inesperada visita de unos funcionarios que llegaron para decirles que los iban a empadronar y a trasladarlos al frente, cruzando la pista. Aceptaron convencidos de que era un mejor lugar.
LA mudanza se produjo de inmediato y sólo una persona, la esposa de alguien que al día siguiente de la invasión tuvo que partir lejos por razones de trabajo, se negó a moverse. “Yo aquí me quedo”, dijo ella. Y cuando su marido estuvo de vuelta, la sorpresa que se llevo fue de espanto.
PIDIÓ bajarse del carro que lo traía en la misma pista y a la misma altura de donde suponía que había dejado a su mujer. Era de noche. Su ritmo cardiaco aumentó y su corazón se le salía por la boca cuando parado al borde de la pista, vio que los ranchitos que había dejado ya no estaban. Sólo una lucecita brillaba al fondo.
CAMINÓ hasta allá y tocó. La madera que hacía de puerta cedió y, al abrirse, apareció el rostro de su mujer. “¿Qué haces aquí sola?”, le preguntó él. “Esperándote”, le contestó ella. Y se abrazaron. Si alguna vez van a Tacalá, en Castilla, pregunten, y los moradores más viejos les dirán que lo contado aquí ocurrió.

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